La doncella que vivió tres vidas [Un cuento de Adelina Gurrea] Introducción por Manuel García Castellón [University of New Orleans, EE.UU.]
En su crónica Negros: historia anecdóctica de su riqueza y sus hombres, Francisco Varona cita el nombre de los Gurrea como una de las familias vascas junto a los Aldecoa, Araneta, Camón, Lopetegui, Uriarte, Zuloaga, fundadoras del emporio azucarero que, a partir de 1840, surge en la isla visaya de Negros Occidental. Allí, en La Carlota, nace en 1896 Adelina Gurrea. Fue enviada muy niña al pensionado de Santa Escolástica de Manila y, posteriormente, a otros colegios de la capital donde los estudios ya se cursaban en inglés. Tocada muy pronto por la vocación literaria, escogió el castellano como lengua de expresión, y en 1923 gana su primer galardón importante: el primer premio Casa de España en Manila, con un poema en honor al pacifismo de Alfonso XIII. Fue la primera poetisa de renombre que apareció en aquella Filipinas todavía hispánica, así como la segunda mujer nombrada miembro de la Academia Filipina de la Lengua (es decir, después de Evangelina Guerrero de Zacarías), lo que conllevaba el ser miembro correspondiente de la R.A.E. Dirigió la sección literaria del rotativo manilense La Vanguardia, pero en 1921 deja Filipinas para seguir tratamiento médico en España. Escribe versos tardo-románticos y alejandrinos desde el Sanatorio de la sierra madrileña, pero pronto recibe la influencia de la poesía posterior al modernismo. Con el tiempo, su verso se torna ágil, breve, cantándole con expresiva sencillez a su paisaje de cocales, carabaos y volcanes. Durante la guerra civil española, y desde la zona rebelde a la República, es corresponsal del diario bilingüe Tiempo /Times, de Ilo-Ilo, bajo el seudónimo "Juan de Castilla." Añorando siempre su patria filipina, y decidida a dar a conocer sus valores literarios, en 1950 funda el Círculo Filipino, donde editaría algunas obras de autores paisanos. En 1951 obtiene el Primer Premio del Certamen Internacional de Literatura de la Unión Latina de París con su libro Cuentos de Juana. Narraciones malayas de las islas Filipinas, que la misma Organización publicara tres años antes con simpáticas ilustraciones del dibujante filipino Luis Lasa. En 1954, también en Madrid, alcanza su madurez poética con su libro A lo largo del camino, prologado por Federico Muelas y, un año después, merecedor del premio de la Fundación Zobel de Ayala. En 1964, la entonces prestigiosa Editorial Doncel, de Madrid, le premiaba su libro infantil Comodín y Pamplinosa. Tras esto publica los poemarios Más senderos (1967) y En agraz (1968). Escribió también dos comedias: Fortalezas y Brumas y voces, hoy muy difíciles de hallar. Al parecer también dejó inédita una novela histórica, basada en la gesta magallánica. Los Cuentos de Juana, obra que la autora dedicó a su padre por haberle éste inducido el amor a las letras hispánicas, muestran toda la madurez literaria de la autora, quien da a veces la impresión de anticiparse a realismos mágicos. La técnica extrapola cuentos inspirados en el folklore nativo, o bien historias reales en un ámbito autobiográfico de memorias de infancia. La narradora dice haber oído sus relatos míticos de boca de una fiel y cariñosa sirvienta visaya, allá en la hacienda azucarera de sus abuelos. Habla de los poderosos y maléficos tamaos de Filipinas, duendes que habitan en el interior de grandes troncos de árboles y que se aduelan de cuerpos y voluntades. Habla también de la morisqueta, el arroz cocido que sirve de base a la alimentación del pueblo, así como de las tareas domésticas, etc. En suma, los cuentos de Juiana contienen muchas e interesantes referencias a aquella cultura entrañablemente mestiza, pero sin cargar el texto. El relato que de dicha obra extraemos y aquí damos a los lectores, "La doncella que vivió tres vidas," alude a un tema de la mitología filipina. El tamao, esta vez rapta doncellas con ánimo de estuprarlas y esclavizarlas para siempre. Éstas, aun en la posibilidad de ser liberadas por algún ritual de conjuro, quedan para toda la vida fijadas en un mísero estado de estupor. El efecto de la posesión erótica por parte del tamao se asemejaría, al parecer, a un estrago cerebral causado por opiosis. Al entretejer elementos de la cultura malaya en sus cuentos, facilitando a la vez la debida explicación a pie de página, Adelina Gurrea parece haber heredado la tradición de costumbrismo "propagandista" de Pedro Alejandro Paterno, primer novelista filipino. Éste, como se recordará, en su novela Nínay se dirige a una audiencia peninsular a fin de hacerle saber que, en una tierra vinculada a España, hay una riqueza etnofolklórica digna de ser comunicada por el filipino patriota y valorada por la crítica universal. A pesar de cierto espíritu paternalista que la crítica postcolonial de hoy reprobaría, la autora de los Cuentos de Juana hace notar que las relaciones interraciales y laborales no siempre fueron perfectas. En uno de los episodios se nos hace ver la villanía de un patrono mestizo que, acuciado de una avidez productivo-capitalista, se empeña en roturar ciertas tierras infestadas de malaria, importándole poco o nada la salud y la vida de los jornaleros. Tampoco faltan las alusiones al duro trato disciplinario infligido al nativo en las haciendas, así como situaciones de virtual esclavitud. Con todo, desde sus condicionantes de clase, la autora deja ver que, para el alma del niño criollo y terrateniente, hay un proceso de indigenización que se lleva a cabo a partir del contacto con los sirvientes (algo que García Márquez explota años después en su novela Del amor y otros demonios). Con el trato de Juana, quien ha adquirido un estatuto casi-parental, el niño forma su mundo de querencias, creencias, adhesiones a la tierra... Es decir, lo ancestral filipino pasa a formar parte importante de la síntesis cultural. En tal sentido, los Cuentos de Juana no sólo pueden leerse como documento social, cultural o folklórico, sino también como manifiesto del amor de la autora por la integrante malaya de su ser. La crítica española de la época alabó cumplidamente el libro de cuentos de Adelina Gurrea. Ángeles Villarta, en Domingo (Madrid) se refería a la amenidad de la lectura, a su sencilla poesía que, no obstante, "se filtra y domina de forma poderosa." Miguel Pérez Ferrero, en La Voz de España (San Sebastián) alababa a una autora que escribía "temas de gran interés, sin pretensiones." Juan Antonio Cabezas, en el diario España (Tánger), decía que el encanto y el exotismo estaban logrados "con la menor cantidad de efectismos retóricos," y que "como en las primitivas narraciones de los poemas homéricos, hay en estos cuentos dos órdenes de personajes; los humanos y los míticos." El notable crítico Melchor Fernández Almagro, en el Diario ABC de Madrid, afirmaba que el libro acreditaba en la autora "un fino y eficaz sentido respecto a la ardua modalidad que cultiva. El cuento, como género, en esto es un germen de novela. También suele tener no poco de poesía, de pequeño poema. Tal concepto lo realiza Adelina Gurrea con observación y fantasía matizados por su femenina sensibilidad." Por su parte, el célebre Emilio Carrère, en el diario Madrid, decía: "Adelina Gurrea escribe en un estilo encantador, impregnado de olor de bosques fastuosos y milenarios y de sal de mares remotos. Estilo diáfano e ingenuo como para interesar a los niños; estilo viril y dramático, exuberante de color y de fantasía, para encadenar el interés de los mayores. Cuentos tan bellos por la fábula como los de Andersen. Con esto quiero decir que los cuentos de Juana merecen la gracia poética de ser universales. Cuando se termina el libro, el lector tiene los ojos fascinados y el alma hechizada por los genios vegetales, que pasan por las páginas con un temblor de prodigio. Cada uno de estos entes misteriosos, incomprensibles bajo los rascacielos, tienen una historia seductora. Adelina la ha contado en su libro con una fascinación poética imponderable. Con un estilo novelesco, rico en palabras y voces malayas que reverberan como gemas prodigiosas." Tras una vida activa en favor de la causa hispano- filipina, pero siempre doliente por sus neumopatías, Adelina Gurrea falleció en Madrid en 1970. A quien esto escribe, el profesor Edgar Knowlton (emeritus de la U. de Hawaii), quien la conoció personalmente, la pinta como una elegante dama de amena conversación, espíritu y talante determinados, poseedora de un vastísimo saber sobre todas las realidades filipinas. Vivió lejos de sus islas, pero siempre haciendo gala de su exótica nacionalidad en prosa, verso y alma.
La doncella que vivió tres vidas Cuento de Adelina Gurrea Extraído de Antología de escritoras españolas, ed. de Isabel Calvo de Aguilar [Madrid: Biblioteca Nueva, 1954].
Juana me contó este cuento. Es una historia de Filipinas, de la isla de Negros. Juana era una criada nativa que conocí en mi hogar desde que comencé a darme cuenta de las cosas de este mundo. Por las noches, antes de acostarme, o en las siestas cálidas y soporíferas, mientras planchaba la blancura de las ropas tropicales, me contaba cuentos de reyes y princesas españolas, o bien los terroríficos de duendes malayos. Entre estos duendes los había muy malignos, como el tamao, que al parecer era el que poseía más recursos y más poder que los demás. Y era también el más fastuoso, como se verá por su manera de vivir. Habitaba, y es de suponer que aún siga haciéndolo, en los troncos de los grandes árboles; pero dentro de ellos, por no sé qué poder infernal o, por lo menos, desconocido, se levantaban palacios magníficos con suelos de las más ricas y perfumadas maderas orientales. Las mesas eran suntuosas, con riquísimos manjares ordenados en hileras: arroz blanquísimo; insectos de los lagos, adobados con jengibre, vinagre y ajo; lechones de sabrosísimas carnes, porque fueron cebados con maíz tierno, verdolaga y caña de azúcar; la carne blanca del lagarto de río; la morena del jabalí, del venado y del murciélago gigante, y los pescados abiertos y desespinados que se curaron y casi se asaron sobre las piedras calcinadas por un sol abrasador. Juana me contaba que los indígenas de Filipinas saben muy bien que el catar de cualquiera de los manjares de la mesa del tamao es la perdición, porque el ser humano deja su condición de tal y tiene ya que vivir como uno de la otra casta en su mundo escondido. Pero por eso también, cuando el tamao ambiciona la posesión de uno de los nuestros, presenta la tentación en sus manjares, que suelen tener un poder irresistible. Dificilísimo es vencerse, porque además del atractivo natural del manjar, enanitos morenos queman hierbas embrujadas que despiertan los sentidos a apetitos irreprimibles, y aquellos que logran resistir quedan tan quebrantados por el esfuerzo que, cuando el tamao los devuelve a su mundo, apenas pueden hablar, si es que no quedan mudos y como alucinados para el resto de sus vidas. El cuento que voy a relatar se relaciona con una doncella morena secuestrada por un tamao hercúleo que vivía en un gigantesco tamarindo. A esta muchacha, a los trece años la llevó su madre a casa de mi abuela, diciendo: --Señora María, mi hija sabe ya lavar y hacer lampazo, y pronto aprenderá el panarapo, porque tiene el cuerpo valiente para trabajar. Si acaso me pudiera usted dar cincuenta pesos... Como mi abuela era magnánima, no acostumbraba a regatear, y aunque la chica tenía muy poca edad para pagar con su sueldo tal cantidad, que periódicamente iría aumentando merced a la historia inventada de necesidades debidas a la muerte de parientes o de enfermedades imaginarias, le entregó los cincuenta pesos, porque la chiquilla parecía bien dispuesta. Efectivamente, pronto sacaba el brillo a los pisos como ninguna. Y en cuanto al panarapo, nadie como Pinang dejaba las conchitas y los caracolitos que invadían las consolas y las mesas de mi abuela tan relucientes y nacarinos. Era cariñosa en el trato. Su voz suave tenía réplicas de dulzura y timidez, aun cuando se la reprendiera, y no lloraba jamás delante de la gente. Por todas estas cosas, mi abuela le perdonaba las pequeñas distracciones, que a veces eran grandes, pues se abstraía ratos largos pensando en no sé qué problemas. Mientras, solían ocurrir grandes catástrofes, como pegarse la morisqueta o que el gato se llevase el pescado para el sinigang. --¡Ah!, pero precisamente por eso de la abstracción nadie tan regular como Pinang para dar aire con el paypay, para pasar suavemente las yemas de los dedos por las plantas de los pies y, sobre todo, para rascar imperceptiblemente las espaldas con una manita de marfil que, para tal misión, pendía de la cabecera de la cama de su ama. Y mi abuela sabía apreciar estas delicadezas, pues era toda una sibarita oriental. Por eso, cuando la deuda de la chica aumentaba, ya que a la madre, mujer de experiencia y lagartona, se le morían los parientes más de lo debido, el ama no lo tomaba en consideración y le largaba los pesos a la vieja, que se iba encantada pensando qué personaje iba a ser el siguiente en morir o en enfermar gravemente. Y a los dieciséis años ocurrió el suceso del secuestro de Pinang por el tamao, cuando la familia de mi abuela y parte del servicio estaban pasando una temporada con unos parientes en el cercano pueblo de Valladolid. Fue una noche en que el aguacero caía pesadamente sobre la vegetación. Un velo muy tupido y negro impidió asomarse a la luna. La ropa lavada dos días antes no había llegado a secarse, y la plancha hubo de hacer todo el trabajo. La orden de que no quedase una sola pieza húmeda para el día siguiente retuvo a Pinang y a Juana en la tabla de planchar, hasta las doce de la noche. Habían echado carbón vegetal hasta tres veces en las planchas. A aquella hora, Juana dormitaba en un ángulo de la cocina, mientras Pinang terminaba de doblar la rigidez almidonada de la última camisa de mestiza. Hecho esto se llegó hasta la ventana y tiró los residuos del carbón quemado al exterior. En este momento Juana oyó un grito agudo de la muchacha y al abrir los párpados vio que el cuerpo de Pinang se volcaba por encima de la ventana, trazando con las piernas un semicírculo en el espacio. Una ráfaga de aire gimió lastimosamente. Juana cogió el farol de petróleo que les había estado alumbrando y lo elevó sobre su cabeza, fuera de la ventana. --Pinang, Pinaaaang!-- repetía Juana cada vez con más fuerza. Pero aunque había parado de llover, sólo se oía el fuerte sisear del viento entre la exuberante vegetación. De pronto, el farol iluminó el tamarindo gigante. Una de sus ramas se quebró, desgajándose, y Juana pareció escuchar un gemido humano. Esto la alentó a seguir llamando y a bajar cautelosamente la escarpada escalera de bambú sin barandilla que usaba el servicio. A medida que descendía se fue apoderando de ella el temor. Jadeaba. Un sudor frío humedecía su piel. Era la una y toda la casa dormía. Decidió entonces despertar al criado, quien dormía en el otro extremo de la casa. Éste, al saber de qué se trataba, se afligió de manera especial. Y la aurora, y el huracán cansado ya, y la luna, que atisbaron a ratos por entre las rendijas de los nubarrones, les sorprendió a ambos con los ojos ávidos de percibir una forma humana por entre el follaje y con una llamada angustiosa en los labios: --Pinang, Pinang! Salió el sol anunciando desesperanza. Se sentaron al borde de un canalillo, debajo de un gigantesco árbol de kabiki. --No hay remedio --gimió el criado. --Es el tamao, el tamao que se la ha llevado. Tanto como yo la quería! --No lo sabía-- replicó Juana con cierta sequedad. --El buen Dios y yo lo sabíamos. Mi esperanza volaba por el mundo, y era esta risa de mi corazón lo que hacía sospechar a las flores, y a las estrellas, y a las cosas, la existencia de mi pasión. Pero ahora, ahora ya no hay remedio: el tamao no devuelve a las mujeres que se lleva, porque aunque retornen ya no son mujeres para nosotros los hombres. Tienen que vivir otra vida, su tercera vida. --¿Sufre?--preguntó Juana. --Ahora está viviendo su segunda vida, resistiendo o cediendo. De todas formas, es un sufrimiento. Si resiste, porque las tentaciones son fuertes y el tamao tiene medios poderosos para rendir a sus víctimas; si cede, porque el recuerdo de su primera vida, de los seres que quiso y a quienes tuvo que dejar, la inundan de una desesperada tristeza. ¡Ay, Pinang, pobre Pinang! El aire meció suavemente las ramas del copudo kabiki, y una lluvia de estrellitas de marfil viejo cayó sobre las cabezas de los dos servidores. --Quizá nos esté oyendo-- dijo Felipe con tristeza.--Aunque nosotros no la veamos, ella puede vernos y escucharnos, pero no hablarnos. El tamao es cruel. Y bajando la voz, ronca por el llanto que quiere brotar y se le pone un dique, continuó: --Quizá también se esté enterando de toda la ternura que para ella escondía mi alma. Quizá sabe ya que la quiero; quizá me esté queriendo ella, y yo nunca lo sabré. El sol ya trepaba por las nubes que dormían en el horizonte y la brisa húmeda esponjaba el follaje. Las campanas de una iglesia empezaron a tocar a misa. Vueltos a casa, y muy entristecidos, le contaron lo sucedido a Bucio, el viejo cocinero. Éste dijo: --No cabe duda. Es el tamao. Pero vamos a ver si lo amedrentamos y nos la devuelve. Y sacó de la vaina de madera ancha y aplastada que pendía de su cintura el gran talibong que llevaba siempre consigo para defenderse y para cortar leña menuda. --¿Qué vas a hacer?--preguntó Felipe temeroso. --Ya lo verás. Entre tanto, regresó mi abuela, y Juana fue entonces a contarle lo de la desaparición de Pinang. La señora escuchó el relato de Juana con muestras de gran incredulidad. --Juana, eres tonta de remate. Tú te quedaste dormida en la cocina mientras Pinang terminaba de planchar, y no te diste cuenta de su escapatoria. Pinang debía demasiado, y su madre sabía que ya no podía ni pagar ni sacarme más dinero. Y prefirió liquidar la cuenta induciendo a su hija a huir. Es lo corriente, ¿no? Pero yo creía que Pinang nunca haría eso. Se equivoca una, Juana. Juana porfió diciendo lo que había visto con sus propios ojos, hasta que el ama la cortó con autoridad: --Bueno, Juana, no repliques más y vete. La criada salió de la habitación, pero para volver al cabo de un par de minutos, pálida y presurosa: --¡La vieja, señora! La madre de Pinang. --Dile que entre. Si todo es una comedia más, esta vez la comedia va a terminar muy mal. Mi abuela acompañó a la vieja hasta el balcón corrido. Desde allí vieron los exorcismos del cocinero en torno al gran tamarindo. Daba vueltas alrededor del corpulento árbol, talibong en mano, mientras declaraba con voz solemne: --Si no devuelves a la muchacha te talaré dentro de tres días. Al fin el cocinero se interrumpió y dijo serenamente: --Basta ya. Dentro de tres días nos será devuelta la muchacha. Y la vieja se mesaba los cabellos gimiendo: --¡Ay, mi hija! ¡Ay, mi hija! Ni el primer día ni el segundo trajeron la devolución de Pinang. Al amanecer del tercer día, Felipe no se sintió con valor de lanzarse al exterior y cerciorarse de la gran verdad. El chacón había cantado varias veces durante la noche, escondido tras la gran viga de madera que atravesaba su alcoba. Bucio le dijo por fin que el rescate de la muchacha parecía muy difícil. --Entonces, ¿qué piensas hacer? --Lo que tú quieras, --contestó Bucio-- pero has de tener en cuenta que si cortamos el tamarindo morirá Pinang, a menos que el tamao la ame tan intensamente que prefiera perder su poder sobrenatural y se la lleve consigo a cualquier parte del mundo para vivir con ella. Felipe jadeaba de celosa rabia. Su habitual mansedumbre se hizo desvarío, se convirtió en crueldad. --¡Corta el tamarindo! --gritó-- Es preferible que muera. Todo menos que pertenezca al tamao. Y si la salva y él se torna hombre, lo buscaré y lo encontraré para llamarlo ladrón de mujeres y matarlo. --Bien --replicó Bucio serenamente-- trae el hacha. La trajo entre sus manos temblorosas y sobre la lividez de su piel. Bucio la levantó muy alta y la dejó caer sobre el tronco centenario, pero al mismo tiempo que el golpe secó en la corteza se oyó un gemido de voz humana y en seguida un suspiro tristísimo y venido de lo más alto del árbol. Todos levantaron la vista, y allá, en lo más elevado, sobre tres diminutas ramas que no hubieran sostenido el peso de una paloma se hallaba Pinang, con el cuerpo al aire, agarrada a unos tallos, los ojos muy abiertos, hipnóticos, ausentes. Juana comenzó a dar gritos, pero Bucio se llevó, en actitud hierática, el índice a los labios para imponer silencio, y trepó por el tamarindo seguido de Felipe. La entraron en la casa desmayada, con una herida en el pecho, como un corte de arma blanca, sobre el punto mismo donde se tiene el corazón. Estuvo cinco horas sin volver en sí. Cuando abrió los ojos ya habían venido el médico y el cura. Éste la declaró poseída por el demonio y ordenó que la atasen con unas correas sagradas y que encendiesen a ambos lados de la cama dos velas benditas. Pero a los pocos instantes las correas se desataban solas y las velas se apagaban. Cuantas veces se insistió volvió a suceder lo mismo. El médico mandó que se le administrase un antiespasmódico. Ni él ni el cura pudieron hacer nada por ella. Siguió viviendo automáticamente, sonámbula en todos los momentos, muda, con los ojos muy abiertos, hipnóticos, ausentes. Sólo cuando dormía, el subsconciente hablaba. Y Felipe, ávido de saber, la escuchaba y la interrogaba. Juana también la velaba y se enteraba de lo que decía. --¡Qué blanca, qué blanca! ¡Y qué olorosa! --decía Pinang dormida. --¿Qué cosa era blanca? --susurraba Felipe. --La morisqueta. --¿Y cuál era olorosa? --La vianda. --Y sonreía.
--¿Comiste? --interrogaba Felipe con angustia. --¡No, no, no! --gritaba aterrorizada. Y despertaba. --¡Pinang, Pinang! --continuaba Felipe-- Pinang, habla, habla, cuéntame; quiero saber, necesito saber. Pero Pinang, despierta ya, enmudecía con los ojos muy abiertos, hipnóticos, ausentes. Alguna vez llegó a decir: --No me acuerdo. ¿En dónde estoy? Otra vez, dormida, balbuceaba: --Me miraba. ¡Qué ojos tan grandes! Me pedía amor. --¿Y tú se lo diste? Tardó la respuesta. Y luego: --¡Felipe! --murmuró Pinang con ternura. Toda el alma del criado se vertía en la media vida de la muchacha y miraba sus labios con veneración, ávido de que siguiesen moviéndose, de que hablasen también en la consciencia. --¡Felipe! --repitió ella más inefablemente. --¿Qué más? --dijo Juana, viendo que Felipe no sabía ya interrogar. --Me buscaba, lloraba... Yo también lloraba. --¿Por qué no respondías? --Yo oía, yo veía... No podía hablar más... Lengua de corcho me pusieron. --¿Por qué llorabas? --gimió Felipe. --Era fuerte, me vencía... ¡Y Felipe lloraba por mí! --¡Pinang, Pinang! --llamaba el criado, para despertarla, para impulsarla a que siguiese hablando fuera del sueño. Y entonces dijo ella, en la media luz del subsconciente: --Iba a vencerme cuando el filo del hacha me hirió en el corazón. Mi sangre le hizo temblar y yo le escupí. ¡Malvado, malvado! Pero vino la luz, y Pinang despertó. --¿Me quieres? ¿Me quieres? --repetía la locura de amor de Felipe. Le respondió la mudez de siempre, aquellos ojos tan abiertos, hipnóticos, ausentes. La tercera vida de Pinang fue una sombra continuada y alargada, como esas sombras de los ocasos. No era ni de este mundo ni del otro, al cual perteneciera durante su segunda vida, dentro del palacio que encerraba el tamarindo. La señora María, mi abuela, la conservó en su casa por el cariño y la consideración que le tenía. Y allí murió joven, sin descifrarse el misterio de su secuestro. Sólo quedó como testigo, a lo largo de los tiempos, la cicatriz que dejó el hacha en el tronco del árbol, perpetuación de la otra cicatriz sobre el corazón de la muchacha. Y cuentan que tanto el hacha como la herida del tronco se tiñeron de sangre aquella mañana, como si la savia de la carne abierta hubiera rezumado hacia el exterior del árbol. Y que todos los años, en el aniversario de estos sucesos, vuelven a teñirse de un color rojizo los bordes de la corteza sin cerrar. Desde aquel año también, el fruto del tamarindo, que sus dueños ofrecían a mi abuela como especial regalo por su extraordinario dulzor, se tornó agrio, pero paulatinamente las hojas menudas y olorosas vanse tornando cada vez más amarillas. Y cuenta Bucio que eso se debe a que el tamao se está muriendo también lentamente. Quién sabe si es de amor por Pinang, la muchacha malaya, dulce y callada, que vivió tres vidas: su vida propia de niña y mujer; la otra, breve pero dolorosa en la lucha contra el amor de un duende, enmarcada por la magnificencia de un palacio encantado, y la tercera, sombra de ocaso que arrastró tras sí dos sombras más: la del tamao, marchitando su fuerza vencida en el amarillear del tamarindo, y la de Felipe, que ya no supo amar a ninguna otra mujer. Así me lo contaron, y así lo cuento.
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