PROVINCIA, SÍ; COLONIA, NO

Antonio Molina, Academia Filipina

El navegante portugués Fernando de Magallanes, llega a Filipinas el 16 de marzo de 1521. Cuando posteriormente desembarca en el puerto de Cebú de dicho país, celebra el llamado Pacto de Sangre, en cuya virtud el rajá Humabon se reconoce vasallo del Rey de España y, en pie de igualdad con los demás territorios componentes del Imperio español, compromete sus recursos militares en función de alianza y de mutua defensa. Muy poco después este convenio fil-hispano encuentra ocasión de cumplirse cuando Magallanes y sus gentes aprestan a defender al rajá Humabon contra la rebeldía del rajá Lapulapu, de la vecina isla de Mactán, ocasionándose incluso la muerte en combate del propio Fernando de Magallanes.

Casi cuarenta y cinco años después, en 1565, justamente el día 27 de abril -tal la fecha de la muerte de Magallanes en 1521-, Miguel López de Legazpi, al mando de una expedición procedente de México, habiendo arribado al mismo puerto de Cebú, concierta otro Pacto de sangre con el rajá Tupas -descendiente del régulo Humabon- casi en los mismos términos en que éste lo hiciera con Magallanes. Antes lo había efectuado con el rajá Sikatuna en la isla filipina de Bohol. Más tarde, instalado ya en Manila, Legazpi concluye sendos convenios similares con los régulos Matandá y Lakandola. En todos estos acuerdos, los dirigentes de nuestras islas reconocen la soberanía del Rey de España, del que se confiesan vasallos, y se incorporan al Imperio ultramarino español, siempre en pie de igualdad con los demás componentes del mismo.

No obstante, años después, el primer Obispo de Manila, Mons. Domingo de Salazar, O. P. convoca una especie de Sínodo, con asistencia de las autoridades eclesiásticas, gubernamentales y militares, para dilucidar, entre otros puntos, la legitimidad del dominio político-militar español en Filipinas. Se reconoce que el único título válido para el ejercicio de la soberanía española es el libre consentimiento de los naturales de las islas, a quienes pertenece gobernarse. Se entiende también que los españoles han suscrito pactos en virtud de los cuales los dirigentes nativos han optado por someterse al dominio español. Así y todo, se arguye que, de hecho, en muchas otras localidades no se han realizado convenios de esta naturaleza. Por consiguiente, visto que, no obstante, en ellas los españoles se permiten gobernar, es menester obtener el consentimiento de dichos súbditos, so pena de incurrir en ilegalidad y pecado. Esta conclusión, entre otras, se hace llegar al conocimiento del Consejo de Indias, que la aprueba. Mons. Miguel de Benavides, O. P., que acompaña a Mons. Domingo Salazar a España para este propósito, una vez fallecido éste, remata la misión que había traído a ambos a la corte española, obteniendo del rey Felipe II el oportuno Real Decreto en cuya virtud debería convocarse una especie de plebiscito entre los naturales de Filipinas para recabar su libre aceptación de la soberanía española. A su regreso a las Islas, Mons. Benavides da a conocer dicha resolución del monarca, la cual se lleva a cabo con su promulgación pública por el pregonero oficial de Manila el día 4 de agosto de 1598, a partir del cual se desplazan las comisiones correspondientes por las distintas regiones de Filipinas para recoger la respuesta de los habitantes, que, en su inmensa mayoría, acatan el dominio de España.

Filipinas se une, pues, al imperio español como miembro de pleno derecho. Que la decisión filipina se realizara con entero conocimiento y con libertad plena lo demuestran los casos de los consultados en la provincia de La Laguna que, declarándose conocedores de la importancia de la consulta, solicitan el plazo de un año para dar cumplida respuesta toda vez que, estimaban que habría de sopesar seriamente los pros y los contras de la decisión, y de la provincia española de Pangasinán en que los votantes aceptan el dominio español a condición de que antes se les restituyan los tributos entregados hasta entonces que reputaban ilegales por haberse exigido antes de que dieran su reconocimiento de la soberanía de España. Ambas solicitudes, por cierto, fueron acogidas favorablemente por la administración española. Queda, pues, así legitimada la incorporación de Filipinas a las llamadas Las Españas.

Y la vigencia de esta consulta se mantiene durante siglos, como lo demuestran estos casos: El Gobernador General, Narciso de Clavería, en 1846, visto que algunas regiones musulmanas habían rechazado el régimen español, juzgó oportuno repetir el plebiscito, en gancia a los años transcurridos, que podrían indicar resolución contraria por las generaciones posteriores al referendum inicial de 1598. Conseguidos los resultados, los transmite al gobierno de Madrid. Más tarde, empero, el mismo Gobernador General comunica su error al haber indicado que ciertas regiones involucradas habían respondido afirmativamente cuando, en realidad, habían significado su oposición a la soberanía española.

En consecuencia, pide al Gobierno central que se abstenga de ejercer ningún dominio sobre dichas regiones, que deberán gozar de independencia propia. En 1880, por su parte, el Gobernador General Fernando Primo de Rivera, con los mismos propósitos que su antecesor, pretende conseguir el acatamiento de los habitantes de la llamada Provincia Montañosa, habitada por tribus paganas, cuyos antepasados habían votado negativamente en el plebiscito en cuestión. Pero, esta vez, el ejecutivo español, equivocando el espíritu de la consulta, hace saber a los indígenas de dicha región que, si transcurrido un plazo señalado, no acatan la soberanía española, enviaría una expedición militar para obligarles al sometimiento. Así acontece, visto el resultado negativo de la convocatoria en algunas zonas de la Provincia. Conseguido el éxito militar, el Gobernador General Primo de Rivera comunica a las autoridades de la Península que, de resultas de la expedición, al fin, después de tantos siglos, en la Provincia Montañosa ondea soberana la bandera de España. Casi a vuelta de correo, el gobierno central cursa órdenes al Gobernador General Primo de Rivera para que inmediatamente retire de dicha región toda fuerza militar y se abstenga de ejercer ningún mando político sobre la misma, que deberá permanecer independiente, porque las leyes españolas no permiten que se gobierne un territorio sin el consentimiento de sus habitantes. La orden es cumplimentada cabalmente.

Legitimada, como queda dicho, la soberanía española en Filipinas por el libre acatamiento de los naturales de aquellas islas, en el plebiscito de 1598-1600, se sucederán muchísimos años de vigencia de la política ultramarina de los Austrias y Habsburgos en el trono de España. Cuando, en 1700, la Casa de los Borbones pasa a ocupar este trono, por mimetismo calculado suprime el Consejo de Indias, que ostentaba la representación de las posesiones de Ultramar y, en su lugar, crea el llamado Ministerio de Ultramar, calco fiel de sus homónimos de Inglaterra, Francia y Holanda.

Filipinas, en consecuencia, deja de gozar de la condición de provincia regular de España, para conceptuársela como "colonia de la Corona", evidente situación de inferioridad y desigualdad, en contradicción radical con lo que los filipinos habían convenido con España. Este giro va a ocasionar un visible malestar entre los filipinos, de los que surge una protesta de disconformidad todavía sin cuajar, empero, en manifestaciones violentas.

Cuando sobrevienen las llamadas guerras napoleónicas, al verse involucrada en ellas la Península española, tras los inevitables avatares político-militares, se precisa del auxilio y el apoyo de sus posesiones allende los mares. Para conseguir cubrir esta necesidad y, con tino de estrategia, el gobierno legítimo reunido en la Isla de León promulga el Decreto de 15 de octubre de 1810 en el que se afirma categóricamente que "las posesiones españolas ultramarinas en ambos hemisferios forman con la Península un sólo reino, una sola misma nación, y una familia y, en consecuencia, los naturales de dichos lugares disfrutan de los mismos derechos que los nacidos en la Península". Posteriormente la Constitución española de 1812 especifica expresamente cuáles sean esas posesiones; son, a saber "las regiones españolas comprendidas por la América septentrional, la América meridional y las Islas Filipinas" (Const. art. 11). Así, ya puede el gobierno español en la península exigir los servicios de los habitantes de América y de Filipinas para que acudan en defensa de la independencia de España contra las invasiones del déspota Napoleón Bonaparte, porque, al hacer tal, tan sólo estarían defendiendo su propia patria. La respuesta americana no es unánime; es más, algunos de los territorios aprovechan la coyuntura para emanciparse de España declarando su propia independencia. Filipinas, en cambio, se mantiene leal y, dentro de sus posibilidades, defiende los derechos e intereses de España como suyos, toda vez que ha aceptado la susodicha Constitución, proclamada en Manial el 27 de septiembre de 1812, organizándose, incluso, una Junta Preparatoria para la elección por voto popular de los representantes filipinos a las Cortes Españolas. Esta lealtad va a merecer, luego, la recompensa y el reconocimiento por parte de España, con el Real Decreto de 8 de mayo de 1826, en cuya virtud se autoriza a la ciudad de Manila -capital de Filipinas- a que luzca la Corona Real sobre el Castillo que figura en su Escudo de Armas. Este aditamiento honroso se adopta solemnemente el día 4 de julio de 1827.

Así y todo, la política española en Filipinas vuelve a ser borbónica. Por eso, el Decreto Real de 4 de julio de 1861 establece en Filipinas un Consejo de Administración, copia fiel del que se estableció por Francia en Argelia cuando el imperio napoleónico. Una vez más, Filipinas deja de ser provincia regular española para pasar a ser "colonia" real. Para mayor confirmación, la Constitución española de 1876 dispone que Filipinas, al igual que las demás posesiones españolas en Ultramar, con excepción de Cuba y Puerto Rico, se gobernará por leyes especiales, no siendo aplicable ni vigente en el Archipiélago filipino dicha Constitución. He aquí la expresión visible del origen del conflicto fil-hispano que durará veinte años. El lema de la convivencia fil-hispana desde los tiempos del descubrimiento ha sido: "Filipinas con España", refrendada por los filipinos en su inmensa mayoría. Mas, ahora, por disposición constitucional, se impone otro lema, cual es: "Filipinas bajo España". Al no habérselo consultado al pueblo filipino y al contradecir abiertamente la política consentida y del agrado de los filipinos como habitantes de una provincia regular de España y no súbditos inferiores suyos, se inicia ya una posibilidad de apartamiento, cuando no de separación, en relación con España. Se cierne el asomo de un nuevo lema: "Filipinas sin España".

Hacia 1882 en la península española se instala un grupo de jóvenes estudiantes filipinos, sobre todo en Barcelona y Madrid, cuyo pensamiento político es justamente el retorno a la concepción de Filipinas como provincia regular de España que riñe con la situación en que se encuentra entonces. No se piensa en la independencia de Filipinas, aún no, por lo que a estos filipinos se unen, sin reparo ni sospecha, los mestizos y los españoles nacidos en Filipinas. Al apiñarse en un grupo más o menos homogéneo, que formará lo que se conocerá luego como "La Propaganda", va a ser la que emprenda una campaña reformista y de ningún modo separatista.

En 1889, con fecha de 18 de enero, un Real Decreto, por directa inspiración del Ministro de Ultramar, Manuel Becerra, declara sin ambalajes lo siguiente: "La identidad política entre pueblos que configuran una nación soberana no es posible cuando la distancia, el clima, las características raciales y la diversidad de costumbres, necesidades y recursos marcan grandes diferencias como ocurre entre España y las Islas Filipinas". La reacción filipina no se hace esperar: el 15 de febrero del mismo año, antes de que transcurriera un mes, los filipinos de Barcelona fundan un quincenario, llamado "La Solidaridad", para protestar contra esta discriminación racial y, al mismo tiempo, abogar porque se adopte de una vez la política anterior, según la cual Filipinas era una provincia regular de España y los filipinos gozaban de todos los derechos de los españoles de la Península.

En esta épica lucha van a sobresalir los filipinos Marcelo Hilario del Pilar, abogado, y José Rizal Mercado, Médico. Con bien recortada pluma, ambos escribirán en La Solidaridad elocuentos artículos en defensa de su ideario político, rebatiendo de paso, de modo convincente, cuantos pretextos se alegaban para defender el colonialismo de Filipinas. Más tarde, empero, Rizal y Del Pilar tomarían rumbos distintos al no convenir en los medios que deben emplearse para lograr el objetivo deseado. Rizal porfía en que ha de ser por vía pacífica como los filipinos conseguirían su ideal político. En cambio, Del Pilar se convence de que el único recurso factible es el de la violencia armada. Al trasladarse, pues, la lucha política a Filipinas y ya no por medios pacíficos, el quincenario La Solidaridad pierde toda razón de ser y deja de publicarse el 15 de noviembre de 1895. Por su parte, Rizal publica sendas novelas en las que hace apología convincente de su tesis. Posteriormente, ya en Filipinas, insta la fundación de la "Liga Filipina", asociación patriótica que labora por las reformas precisas, siempre por medios pacíficos.

Por paradójico que resulte, Rizal, enemigo de los medios violentos, emprende la lucha política en pro de los derechos de los filipinos en tierras filipinas, mientras que Del Pilar, amigo del alzamiento en armas, no abandona la Península, desde donde indicará a sus seguidores en Filipinas que deben fundar una sociedad clandestina que se apreste al recurso de las armas para lograr la independencia de Filipinas. Rizal fracasa en su empeño. Es más, víctima de un mayúsculo error político, se le encausa por el delito de rebelión, una vez que ha estallado la revolución, en la que Rizal no ha participado en modo alguno, y es fusilado el 30 de diciembre de 1896. La revolución aludida estalló en agosto de ese mismo año cuando los filipinos toman las armas, al mando de Andrés Bonifacio, que, conforme con el pensamiento de Marcelo Hilario del Pilar, había fundado la asociación secreta revolucionaria, conocida con el nombre de "Katipunan".

La sima abierta es ya insondable. Como no se ha atentido el deseo filipino de que Filipinas conviviera con España y no bajo ella, ha habido que optar por un tercer recurso: Filipinas sin España. Se hace, pues, firme la voluntad popular: "Provincia, sí; colonia, no".

Debe decirse que la revolución filipina destacó por la bizarría, el denuedo, el valor y el sacrificio de ambas partes contendientes. Más, no puede decirse que se luchara con odio y rencor. Demuéstranlo estos episodios, que reseñamos seguidamente.

En el pueblo de Silang el escaso destacamento español y los contados residentes de esta nacionalidad se refugian en el convento parroquial al producirse el alzamiento filipino. Los alzados instan repetidamente la rendición de los españoles, que éstos rechazan todas las veces. Unos días después se sorprende al hijo de pocos años del jefe militar de la guarnición. Se había quedado rezagado cuando se produjo la huída al convento. Los revolucionarios, entonces le envían con bandera blanca y acompañado por un matrimonio filipino, para entregar a su padre una última intimación, indicando que de no hacerlo, matarían al niño. Ni que decir tiene que, ante tan aparente muestra de sobrada ingenuidad por parte de los filipinos, el padre aludido, sargento de la Guardia Civil, retuvo a su hijo y despidió al matrimonio con encargo de comunicar a los rebeldes que los soldados no se rendían. Cuando los superiores del ejército revolucionario se enteraron del asunto, censuraron al jefe filipino por su imperdondable candor. Más, este les respondió que conocía muy bien el genio y carácter de los españoles. Estos se rendirían. En efecto, al día siguiente del incidente, el destacamento, con los paisanos civiles, al mando de dicho sargento se entregó al ejército filipino, porque al decir de éste, ni él ni los demás españoles podrían ser menos decentes y honorables que el enemigo, que había confiado a su hijo al honor de su padre.

En el tercer distrito de la isla de Mindanao, en Surigao concretamente, dos cuerpos del ejército filipino hicieron su entrada desde dos puntos opuestos. El primer grupo se apoderó del Ayuntamiento y la Guarnición local, ambos locales enteramente deshabitados; el otro, subió al convento parroquial haciendo prisionero al párroco, el jesuita Alberto Masoliver. Seguidamente los comandantes de ambos cuerpos aspiraron al mando del pueblo conquistado. El primero apoyaba su derecho en que había ocupado las dependencias gubernamentales; el segundo, a su vez, razonaba que tal había sido una victoria huera, toda vez que dichos lugares estaban vacíos, mientras que, en su caso, tenía en su poder al único prisionero de guerra.

Antes de que se enconaran más los ánimos, el Padre Masoliver les recuerda, que, según ellos mismos, luchaban en nombre de la república democráticamente, o sea, mediante el voto de los habitantes y de los componentes de sus fuerzas. Logra convencerles, y se celebra la votación pertinente con la particularidad de que se encarga al propio párroco jesuíta a que sea el escrutador oficial, quien anuncie los resultados de la consulta electoral. ¡Insólito!.

Aludamos, por último, al médico español Manuel Hernando, que, con motivo de la revolución, asumió al mando de una fuerzas que se enfrentaran con los revolucionarios al norte de la ciudad de Manila. Varias veces durante la campaña, este médico atravesaba las filas enemigas hata ser sorprendido al final. Interrogado por los militares filipinos, confesó paladinamente que su conducta no obedecía a ningún intento de conseguir información militar, sino que se trataba de visitar a su novia filipina. Citada ésta ante los mandos filipinos, confirmó la versión del doctor Hernando. Sin más dilación, se le proporcionó un salvoconducto para que pudieran hacer esas visitas cuando le viniera en gana. No hace falta decir que, poco después, dicho médico se pasó a las filas revolucionarias. Con los años, adquirió la nacionalidad filipina y llegó a ocupar el cargo de Director General de Sanidad de Filipinas.

Hay un momento en que las aguas parecen retornar a su prístino origen. A mediados de 1897, se inician unos pasos en orden a conseguir un entendimiento entre españoles y filipinos en aras de la paz y en gracia a su trisecular convivencia. El prestigioso filipino Pedro Alejandro Paterno actúa de intermediario entre ambas partes, mereciendo la confianza tanto de las autoridades españolas como de los dirigentes filipinos.

Tras las prolijas negociaciones en un ambiente de mutua buena fe, el Gobernandor General Fernando Primero de Rivera, por parte española, y el General Emilio Aguinaldo, en nombre de los revolucionarios filipinos, suscriben el llamado Pacto de Byak-na-bató, en cuya virtud los filipinos vuelven a reconocer la soberanía de España en Filipinas y, a su vez, la administración española se compromete a introducir las reformas políticas y sociales que los filipinos estimaban imprescindibles para ver satisfechos sus ideales políticos. Se está, pues, a un paso de ver restaurada la aspiración filipina; es a saber, "Provincia, si; colonia, no".

Pero, un tercero en discordia va a hacer imposible el cumplimiento del tratado de paz. Nos referimos a los Estados Unidos. Hacen la guerra contra España y, luego, con dolo imperdonable, traicionan a los filipinos, entonces aliados suyos, negándoles la independencia prometida e imponiendo su soberanía sobre Filipinas. Lo que acontece posteriormente ya es otra historia.

Hay que destacar, empero, el clímax que alcanza la problemática hispano-filipina. En el lejano y aislado pueblo de Baler, el reducido destacamento español y los pocos residentes españoles del lugar, se hacen fuertes en el convento del pueblo, desafiando a los filipinos nuevamente alzados en armas. Un año dura el asedio filipino. Al fin, convencidos de la derrota de España en el país, este puñado de españoles se rinde a las fuerzas del ejército filipino. Cuando lo hacen, es mayúsculo su asombro grato al comprobar que, a la salida del convento, para entregar sus armas, son recibidos por números del ejército filipino en uniforme de gala, que les rinden honores militares.

Luego después, el general Aguinaldo, en su condición de Presidente de la República de Filipinas, libre, soberana e independiente, expide un Decreto en el que se declara: "Habiéndose hecho acreedoras a la admiración del mundo, las fuerzas españolas que se ha sostenido en su guarnición de Baler por el valor, la constancia y el heroísmo con que ese puñado de hombres aislados sin ninguna esperanza de auxilio, han defendido su bandera durante un año, logrando una epopeya tan gloriosa y tan digna de la bravura de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo homenaje a las virtudes militares, y expresando los sentimientos del Ejército de esta República, que gallardamente ha luchado contra ellos, por Consejo del Secretario de Guerra y de conformidad con mi Consejo de Gobierno, vengo en decretar lo siguiente: Artículo único: Los individuos que componen las fuerzas antedichas no se considerarán prisioneros de guerra, sino amigos y, en consecuencia, se les proveerá por los Cuarteles Generales de los pases necesarios para su regreso a su país. Dado en Tarlak el 30 de junio de 1899.- El Presidente de la República, Emilio Aguinaldo.- El Secretario de Guerra, Ambrosio Flores.

¿Cabe rúbrica más pundonorosa que selle la historia de una convivencia entre dos pueblos durante más de tres siglos largos?

SEECI 2000, Nº 1 - Marzo 1998 (Págs. 35-40)